Llego a casa como cualquier día, dejo las llaves y enciendo el ordenador (mi centro de organización).
Abro mi lista de tareas y ya empiezan los problemas. Desde la parte baja de la lista me atacan los compromisos que con tan buena intención me puse este domingo para hoy. Como buen optimista, todo eso me llevaría 8 horas.
Pero por si fuera poco, 3 tareas a mayores me indican que ayer andaba también un poco desmotivado y el sobre encima de la mesa me recuerda que tampoco fui al banco el lunes, creo que porque llovía mucho o algo así.
Pero sinceramente hoy no tengo ganas. Vengo con un cansancio interno que no me permite hacer nada más. Es esa pesadumbre recurrente que hace que de un bufido lento, que me frote la cara con una mano mientras frunzo el ceño y piense con toda determinación: «No…, en serio. ¿Pero por qué tengo yo que hacer todo esto?»
Y ya me entran las dudas de que esto funcione, y aunque admito tener pocas ganas, no me corto un pelo al decidir. Considero al pedazo de ingenuo que escribió esta lista el domingo un «motivao de la vida» y un idiota. Ya sé que fui yo, pero claramente estaba idiotizado porque esta lista es imposible y por mucho que los días tengan 24 horas no me voy a pasar la vida haciendo basurillas de estas todo el día, ¿o no?
Así que me voy al Twitter de cabeza, que 5 minutos tampoco me van a cambiar la vida. Pero allí hay más «motivaos de la vida», porque además, es que me he ido encargando paulatinamente de seguirlos a todos. Y empieza la lluvia de citas. Una tras otra. Desde Descartes hasta Churchill me encuentro de todo:
– «Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros e ir por el buen camino» (Descartes)
– «Soy optimista. No parece muy útil ser otra cosa» (Churchill)
Pero por muy bonitas que suenen yo no tengo ni idea de qué hacer con eso y a mí todas me acaban sonando a: «El secreto está en la masa (Telepizza)». ¡¿De qué me sirve a mí eso?!
Así que reboto. Apago el ordenador y me voy. Adiós muy buenas al día. Al yo del domingo que le aguante otro, que yo no pienso hacer todo eso que además no aporta nada. Y aborta ya este planning que es imposible con tanto acumulado. Total, ¿qué más dará?
En el pasillo
Mientras cruzo el pasillo me voy cabreado. Cabreado porque el planning no era perfecto, aunque empiezo a admitir que hago siempre uno orientativo porque es lo correcto. Cabreado también pienso que si el martes dejé tanto trabajo fue porque no tuve en cuenta que hoy me tocaría más. Y lo mismo por el lunes, cuando un poco de lluvia bastó como excusa para no ir al banco.
Inevitablemente pienso en el domingo otra vez más. ¿Por qué me impuse todo esto para la semana? Ni siquiera lo recordaba: porque tengo objetivos. Y de repente invertí el razonamiento. Vital para hacer el viaje que tanto me apetece, era ir al banco. E importante para conseguir metas no menos pequeñas, son las tareas que se encuentran en mi ordenador.
Visto así, sabiendo lo que quiero, no soy ningún esclavo de mis dictámenes domingueros. Al contrario, soy el empleado de mis deseos y lo único que hice mal es haber olvidado por qué trabajo.
Veo la puerta del salón y ya no entro. Admito que no tengo el sistema perfecto y que voy a organizarme 100 veces mal antes de hacerlo 1 vez perfecto. Pero por el salón no pasa mi camino. Vuelvo a mi bandeja de entrada y escribo «nunca más hacer balances parciales perdiendo de vista mis objetivos» y «adaptar un poco mejor lo que programo para la semana».
Voy a confiar en que esas notas en mi bandeja eviten que esta situación se repita. Una vez más, si no existe solución perfecta, que sea con la solución que pueda. Voy a confiar en mi planning del domingo, e intentaré hacer frente a la situación antes de volver a dudar de mi criterio o de tirar la toalla.
Sólo así, cuando llegue el próximo domingo, podré decir con toda seguridad que no da igual. Y que minuto a minuto, conservando mis objetivos presentes, he marcado la diferencia.
Qué opinas, ¿alguna vez has dejado que un pequeño traspiés en el sistema te hiciese ser aún más anti-productivo?
13 comentarios
Muy buen artículo. Yo también me he sentido identificado.